A contrapelo de la simulación, la demagogia o la indiferencia de las autoridades de todo signo político, familiares de víctimas de la violencia mantienen la exigencia que movilizó al país hace una década: paz con justicia y dignidad.
Por Asunción Cabrera, Alondra Reséndiz, Fernanda Vega, Xareni Márquez, Metztli Molina, Javier Sánchez Alpízar, Juan Gómez, becarixs; Dulce Soto, Violeta Santiago y Paris Martínez, reporterxs. Unidad de Investigaciones Periodísticas de la UNAM| Foto Cuartoscuro |Animal Político|25 de marzo, 2021. El 27 de marzo de 2011, en Morelos, siete personas fueron secuestradas, asesinadas y abandonadas en el interior de un auto. Eran Juan Francisco Sicilia, hijo del poeta y escritor Javier Sicilia, y seis amigos que acudieron a un bar para preguntar por una cámara fotográfica olvidada días antes. Ellos no lo sabían, pero el bar era controlado por el crimen organizado, y el reclamo de la cámara les costaría la vida.
La historia de estas muertes, sin embargo, no comenzó esa noche.
Inició, como otras decenas de miles de historias de víctimas de la violencia, cinco años antes: el 12 de diciembre de 2006, cuando el recién estrenado presidente Felipe Calderón lanzó la táctica de seguridad conocida popularmente como “guerra contra el crimen organizado”.
Caracterizada por el involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública, esta táctica con la que Calderón buscaba “limpiar” al país de delincuentes, lo único que logró fue llevar la violencia a niveles sólo comparables a los registrados en países inmersos en un conflicto armado.
Según estadísticas oficiales del Sistema Nacional de Seguridad Pública, durante 2007, el primer año de gobierno de Calderón, en México se registraron 10 mil homicidios intencionales. En los años siguientes las cifras se incrementarían dramáticamente: 13 mil en 2008; 16 mil en 2009; 20 mil en 2010; y en 2011 los casos de asesinato llegaron a 22 mil 409. Uno de ellos, el de Juan Francisco Sicilia y sus seis amigos.
En menos de un sexenio, la táctica militar de Calderón duplicó los índices de violencia homicida, hasta arrojar tantas víctimas como las que dejó la guerra en Chechenia durante la última década del siglo pasado.
Hasta antes del 27 de marzo de 2011 esta crisis de violencia no era reconocida. De hecho, ni siquiera las víctimas eran aceptadas por la autoridad como tales, sino como “daños colaterales”.
Los siete asesinatos de Morelos, sin embargo, lo cambiaron todo.
Después de ellos, un coro de miles de personas en todo México se alzó en reclamo no sólo de justicia para esas víctimas sino para todas las que antes ya se acumulaban.
Durante abril, esas voces comenzaron a aglutinarse. Primero, en la marcha más grande, hasta entonces, realizada en la ciudad de Cuernavaca. En mayo caminaron de Cuernavaca a la Ciudad de México, y en junio partieron en un recorrido por todo el país, de norte a sur, en las llamadas Caravanas del Consuelo, recogiendo en cada punto cada vez más dolores.
Durante ese caminar por el país, abrazándose, consolándose, esas miles de personas tejieron una identidad compartida: el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
Los dolores de cada una de las miles de víctimas de la violencia, explica Javier Sicilia, papá de Juan Francisco, a diez años de ese andar, no son dolores distintos, apartados entre sí, inconexos. “Son el mismo dolor”, subraya, “un dolor que se acumula, junto con la frustración, el enojo, la tristeza”, que se expande en el tiempo. El reto en 2011, cuando las víctimas se encontraron entre sí, tanto como lo es hoy, era “que ese dolor no se volviera odio”.
La característica de la poesía, explica Sicilia, “no es el acto de escribir un poema. La poesía es un lenguaje que toca con su poder simbólico otros lenguajes, incluido el lenguaje de las personas en el poder”. De ahí el valor simbólico de caminar, de recorrer el país y encontrarse.
Y juntos, recuerda Sicilia, decirle al poder, al entonces presidente Felipe Calderón, pero también a quienes lo sucederían en el cargo, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador: “Véanos a la cara. ¿Somos un número, somos un porcentaje? Somos una historia, somos seres humanos”.
La palabra traicionada
Del encuentro con Felipe Calderón, realizado al volver del primer recorrido por el norte del país, en junio de 2011, derivó un acuerdo: la creación de una ley que garantizara la atención integral a las víctimas de la violencia.
La ley se aprobó en el Congreso, pero Calderón se negó a promulgarla, y sólo vio la luz tras la llegada a la presidencia de Enrique Peña Nieto, en enero de 2013. Aunque nunca la instrumentó realmente.
“El Movimiento por la Paz –explica el senador independiente Emilio Álvarez Icaza, defensor de derechos humanos y quien hace diez años fue uno de sus voceros– tuvo una visión de Estado muy superior a la de los políticos”. Y el mejor ejemplo de ello, subraya, “fue (su impulso a) la Ley General de Víctimas, que es la segunda del continente americano, y que apuesta al diseño de una política pública que atienda los vacíos en materia de justicia, de salud, de vivienda, de desalojo interno forzado”. Un mecanismo de cobertura amplia, que abarcara tanto a las personas directamente afectadas por la violencia como a sus familias.
“La ley fue muy buena –destaca Álvarez Icaza–, pero la implementación fue muy mala. Un ejemplo: la primera cosa que hicieron los integrantes de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (órgano que la ley ordenaba instituir) fue discutir su sueldo; y poco hicieron para implementar el sistema nacional de atención que se deriva de esa ley.”
Así, aunque el Movimiento por la Paz logró que cristalizara la Ley General de Víctimas, al final sus efectos fueron neutralizados en los hechos. “Fue una de las experiencias más dolorosas que yo he vivido –recuerda Álvarez Icaza–. Era una apuesta (de las víctimas) realizada literalmente con sangre, sudor y lágrimas”, que se vio frustrada por “una muy pequeña visión de Estado”, por parte del entonces presidente, Enrique Peña Nieto. “Los operadores de la ley prácticamente se encargaron de no instrumentarla. Infelizmente, la política pública no cambió, infelizmente la crisis de derechos humanos siguió en aumento, infelizmente las desapariciones continuaron…”.
Peor aún: durante el gobierno de Peña Nieto existió un esfuerzo oficial por simular que la crisis de violencia se resolvía y que las víctimas de desaparición estaban siendo encontradas por millares.
Simulación: las víctimas, bajo la alfombra
Según el primer Registro Nacional de Personas Desaparecidas, publicado en febrero de 2013, al finalizar el gobierno de Felipe Calderón, en México había 26 mil personas desaparecidas.
Diez meses después, cuando Peña Nieto cumplió un año como presidente, casi milagrosamente, esa cifra se había reducido a 16 mil víctimas.
Y cinco meses más tarde, en mayo de 2014, el entonces secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, anunció ante el Senado de la República que “un grupo pequeño” de personas realizó un “ejercicio rápido” de investigación y depuró el registro hasta dejarlo en 8 mil víctimas “nada más”.
Es decir, en un año y medio, el gobierno de Peña Nieto reportó la localización de 18 mil personas desaparecidas.
Cuando senadores le pidieron detallar cómo habían desaparecido esas personas y cómo fueron localizadas, Osorio aseguró que, en la mayoría de los casos, las víctimas reportadas se trataban “de la joven que se va, se escapa con el novio; o de la persona que se va a trabajar a otro lado; o de quienes, por un conflicto matrimonial, de momento se salen de la casa”.
El gobierno de Peña Nieto nunca presentó pruebas de esas supuestas localizaciones. Tampoco aclaró quiénes integraron ese pequeño grupo que, en cuestión de meses, resolvió miles de casos.
Este registro de “personas localizadas” sólo se haría público con el cambio de autoridades, en 2018, ya con López Obrador como presidente.
Ese registro, del que Corriente Alterna posee una copia, deja ver el tipo de simulaciones realizadas durante la administración de Peña Nieto para desinflar la estadística de desaparecidos, aunque sólo fuera en el papel.
Un ejemplo: el 2 de septiembre de 2013, una niña indígena de 14 años, 48 kilos de peso y metro y medio de estatura, salió de su hogar en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, y no volvió. Simplemente desapareció.
Los padres de la menor, tarahumaras que migraron al sur del país, esperaron tres meses con la esperanza de que su hija regresara, pero eso no ocurrió, por lo que el 29 de noviembre de ese mismo año reportaron los hechos a la fiscalía estatal.
Tal como consta en el registro de “localizados” durante el gobierno de Peña, la Fiscalía de Chiapas no realizó ninguna acción para la búsqueda de esa niña; sólo dejaron que pasara el tiempo y, más de un año después de la denuncia, en febrero de 2015, personal de ese organismo estatal se comunicó con la familia para preguntar si habían tenido alguna noticia de la víctima.
La familia informó que sí, que algunas personas “la han visto parada enfrente de una cantina”; y que, recientemente, habían recibido una llamada telefónica de la niña, “quien le refirió (a su papá) que tenía miedo, que no podía salir de donde se encontraba (cautiva), y que era mejor si se moría”.
Así, con esas palabras, fue inscrito el hecho en el registro oficial de “localizados” de Peña Nieto.
Sin embargo, aunque existían indicios de que la niña seguía viva en 2014, de que era víctima de trata con fines de explotación sexual, así como del lugar en el que era retenida, el mismo registro revela que nunca fue rescatada por la autoridad.
Por el contrario, bajo el argumento de que terceras personas “han visto” a la menor, las autoridades declararon a la víctima como oficialmente localizada y cerraron el caso. A pesar de que, en realidad, sigue desaparecida hasta la fecha. Su “localización” sólo fue simulada.
Bajo este tipo de procedimientos, al final de su sexenio, el gobierno de Peña Nieto registró 62 mil víctimas localizadas.
Aunque la lista de desaparecidos aumentó a 37 mil.
Eludir el compromiso
En la actualidad, con López Obrador como presidente, el registro de desaparecidos fue nuevamente revisado; la cifra de víctimas reconocidas se elevó a 86 mil 700 personas que permanecen sin ser localizadas hasta el día de hoy.
De ellas, 19 mil desaparecieron durante los 28 meses que lleva el gobierno de la Cuarta Transformación.
Así, aunque López Obrador aseguró el 1 de febrero de 2019 que “ya no hay guerra”, lo cierto es que con él ha continuado la estrategia militarizada de seguridad pública de Calderón y Peña, y las víctimas de la violencia siguen acumulándose.
“En las elecciones que llevaron a Andrés Manuel a la Presidencia vimos una oportunidad –explica Sicilia–. Entonces fuimos a buscar al candidato puntero, para conversar sobre estos asuntos. Hablamos ampliamente y yo recuerdo que dijo: ‘Yo sé de todo sobre los problemas de este país, pero de este asunto de las víctimas, nada. Ayúdenme’”.
El 8 de mayo de 2018, todavía como candidato, López Obrador firmó la “Agenda fundamental” para el desarrollo de una política de justicia “transicional” desarrollada por las víctimas, agrupadas ahora en decenas de colectivos que, directa o indirectamente, formaron parte o se crearon a partir del Movimiento por la Paz.
Esta agenda fue ratificada por López Obrador ya como presidente electo.
“Fue un momento simbólico, porque eran los 50 años de la masacre del 68, y el encuentro se realizó en el Centro Cultural Tlatelolco (memorial para las víctimas de la masacre de estudiantes). Ahí expusimos los elementos fundamentales de la justicia transicional y él dijo ‘adelante’ (…) Pero, cuando asumió la Presidencia, esa agenda no estaba en su programa de gobierno”.
El concepto de justicia transicional implica distintos procesos que ayudan a los países que atraviesan altos niveles de violencia e impunidad, como México, a superarlos, explica Jacobo Dayán, académico, activista, defensor de derechos humanos y miembro del Movimiento por la Paz desde su surgimiento.
“En países en los que los actos de violencia llegan a chorros, las fiscalías de justicia no tienen la capacidad de ‘reparar’ a las víctimas. Entonces, la justicia transicional lo que pretende es crear instituciones extraordinarias, temporales, que pueden durar 10, 20, 30 años, para despresurizar las instituciones ordinarias del Estado, para volver a generar el vínculo de confianza con la sociedad y para garantizar a las víctimas verdad, justicia, reparación y no repetición. Es por ello que se trabajó la agenda. La propuesta de López Obrador era anunciar esto en los primeros días de su gobierno”. Pero esto no ocurrió.
En enero de 2020, 14 meses después de iniciada la gestión de López Obrador, el Movimiento por la Paz volvió a salir a la calle; esta vez como respuesta a la masacre de nueve integrantes de la familia LeBarón, ocurrida en noviembre de 2019, en Chihuahua.
“Salimos de Cuernavaca en una marcha hacia la Ciudad de México –recuerda Sicilia– para hablar con Andrés Manuel, para decirle: ‘¿Qué pasó con estos documentos, cómo vamos a trabajar? ¿Por qué nos diste la espalda? Aquí está lo que se trabajó y a esto te comprometiste, presidente’. Pero nos acusó de hacer el show, de que veníamos a dañar su investidura. Y no sólo eso: llegando al Zócalo nos esperaba, al estilo del viejo PRI, un grupo de choque con petardos”.
Efectivamente, López Obrador se negó a recibir a las víctimas. Pero dos meses después, el 29 de marzo de 2020, el presidente sí aceptó encontrarse con la madre del narcotraficante Joaquín Guzmán Loera, uno de los principales generadores de violencia en México, preso actualmente en Estados Unidos, y darle la mano.
Epílogo: la espera, la esperanza
Javier Sicilia dejó de escribir poemas en 2011, tras el asesinato de su hijo Juan Francisco.
“Dejar de escribir no es una protesta –dijo dos meses después del crimen–, eso se ha malentendido. Mi silencio se trata de algo más profundo: es una meditación, es un estar recogido, aguardando, porque aunque yo sé que mi hijo está en la resurrección del Padre, yo aguardo una resurrección aquí: la resurrección del país, que la violencia y la corrupción han deshecho”.
Diez años después, la espera sigue.
“Espero que a partir de todos estos dolores del movimiento indígena, del movimiento feminista, del movimiento de víctimas de la violencia, podamos crear la agenda común que nos permita, con un lenguaje nuevo, un lenguaje poético, derribar la muralla de Andrés Manuel; como un acto de dignidad profundamente humana, profundamente enlazados con los dolores de la historia, y formar realmente un acontecimiento político que permita, otra vez, arrinconar al poder y hacer cambios”.
“Espero que estas enseñanzas acumuladas de lucha se queden en el inconsciente de la cultura y permitan volver a articular un movimiento político, que cree un nuevo pacto social”, una nueva forma de convivir.
Eso espera. “Pero una espera –lamenta– es menos que una esperanza”.
Esta investigación fue realizada por la Unidad de Investigaciones Periodísticas de la UNAM.